El sol yace ya
en su cuna de reluciente cristal, mientras la tímida luna sale al balcón para
recibir la serenata de los grillos; y las estrellas, rojas de envidia, tratan
de llamar la atención con sutiles destellos.
El viento aúlla rutilante arrancando gemidos
de los árboles torcidos; la niebla se enreda entre la hierba mientras el rocío
trata de hacerla suspirar y las inhiestas lápidas, con sus altivas cruces carcomidas por el
tiempo funesto, esperan con ansia la canción cuyo roce las haga despertar, irguiéndose
en la noche.
Su canción nace en algún rincón profundo del
lúgubre paraje, etérea, fantasmal, haciendo enmudecer al mismo silencio. Surge
entre estatuas de ángeles, sin que nadie pueda saber exactamente dónde ha
aparecido su grácil figura. En atrevido gesto, se abraza al pétreo cuerpo del
más cercano y alado galán, para besarlo suavemente en la mejilla, con tal
dulzura que hasta la roca parece estremecerse con su pálido calor, y el ángel
se libera de su estático sueño para empuñar un violín y hacerlo cantar con
gracia divina, acompañando a la enigmática dama en su danza nocturna.
Ella da vueltas al ritmo del deseo,
tarareando la canción que la oscuridad le enseñó, haciendo ondear al callado
viento su vestido, cuya negrura se difumina contra el suave contraste del
oscuro firmamento que la arropa. Gira y gira, en frenesí, guiada por la
continua melodía del violín y de su propia y armónica voz, que desafía los
designios de lo humano. Sus cabellos oscuros revolotean a su alrededor,
enmarcando en traviesas ondas el rostro de porcelana, que esboza una sutil y
embriagada sonrisa, mientras los ojos cerrados buscan la magia en su interior,
para que su canción haga florecer rosas en la noche.
Al paso de sus pies descalzos acaricia con
ávida ternura cada tumba, bucea entre lápidas, cual sirena de la noche,
llamando a toda alma que se crea capaz de acudir al clamor de la penumbra. Como
coro de su voluntad, las campanas tañen con su sonido profundo, obviando el
ínfimo detalle de que en el campanario, no hay mano viva que las haga sonar.
A este lúgubre festival se unen las almas de
los muertos, que despiertan de su letargo, aquel que creían eterno hasta que la
dama apareció; y vistiéndose de gala con jirones de niebla, buscan con
intensidad a sus parejas de baile. Los más ancianos hallando a sus seres amados
que reposan a su lado, los más jóvenes acercándose, con la esperanza de quizás
llegar a encontrar un nuevo amor, que los haga reposar en la calidez de sus
espíritus. Todos comienzan a danzar, convirtiendo el cementerio abandonado en
un paraje sobrenatural.
Mientras la dama prosigue su camino, los
broches que prenden su pelo, elevan sus negras y hermosas alas para escaparse
de su prisión de ónice y preceder a la dueña dejando tras de sí una lumínica
estela que alumbre el camino hacia el destino final. Hada tenebrosa, reina de
las mariposas de luna. Ya a los pies de la última y solitaria tumba, ella se
arrodilla para cantar.
Ven a mí, mi
príncipe nocturno, renace bajo el brillo de esta luna
para que pueda
hallar en tus ojos el amor que vive en mi corazón
envuélveme en
tus brazos etéreos, danza una vez más a mi ritmo
besa con tus
fríos labios la piel que ya no puedes tocar
y que sea tu
alma inmortal la que ame a este cuerpo en la eternidad...
Con
cada tierno verso el apelado se condensa en su antigua forma, apenas un reflejo
es su translúcida piel, pero en su mirada reluce una sonrisa al reconocerla a
ella, y sin más demora, elige un antiguo pero elegante y brumoso esmoquin, y
con una grácil reverencia la invita a bailar. Sin apenas sentir el fresco tacto
de su mano, ella cierra los ojos y se deja guiar, ahora en silencio, mientras
el violín, viéndose por fin protagonista del concierto, alza su aguda voz por
encima de los tiernos murmullos enamorados y prosigue la canción. Como
protagonistas del baile, las otras almas hacen corro a la dama y el espectro,
que ignorantes de lo que ocurre a su alrededor, danzan el uno en los ojos del
otro, saboreando los recuerdos de aquello que pasaron juntos.
La
luna, enternecida, dirige su pálida faz enfocándolos en un círculo de trémula
luz. Las campanas suavizan su tono hasta solo cantar en susurros de cristal, y
las mariposas de oscuras alas, arreboladas, multiplican su número hasta un
centenar para rodear a los dos amantes y concederles un momento de cómplice
intimidad. La noche empeñada con su mágico canto en unir a aquellas dos almas
que la realidad consintió en separar. Satisfecha y sonriente, la oscuridad se
deleita en la contemplación de su obra, mientras la pareja continúa
deleitándose en aquel único baile.
Cansado ya de su siesta, el sol bosteza,
perezoso, asomando la cabeza sobre la línea difuminada del horizonte. Como
gruñón señor, avista la fiesta de gala y ordena a todos guardar silencio. Poco
a poco, su luz advierte a los asistentes al baile nocturno. La luna se apaga y
oculta su rostro entre opacas nubes, temerosa de quemarse con los rayos del
astro rey. Las campanas guardan silencio, sabiendo que su hora de cantar
terminó ya, y vuelven a transformarse en inanimados objetos sin vida, quizá
hasta la próxima noche...
Las almas de los muertos regresan con
parsimonia a sus tumbas, despidiéndose aquellos que se han encontrado por
primera vez, y abrazados los que ya dormían juntos y enamorados. La niebla se
repliega sinuosa, y las mariposas, agotadas , vuelven a ser solo dos y
revolotean hasta posarse en los broches y recuperar sus cuerpos de ónice. El
violín, satisfecho con su serenata, enmudece, mientras los brazos del pétreo
guardián del cementerio vuelven a su posición original.
Entonces solo permanecen los dos amantes,
sabiendo que llega el momento de la despedida, detienen su armonioso baile y se
abrazan. Esta vez, el cuerpo de él parece más físico que nunca. La dama,
extasiada y exhausta, no puede reprimir el sueño y cae dormida en los brazos de
él, que, imposibilitado de sostenerla, detiene su caída, dejándola reposar, más
hermosa que nunca, sobre su fría tumba. Apesumbrado de tener que obedecer las
exigencias del amo sol, se inclina sobre ella y besa su mejilla,
enterneciéndose al verla sonreír levemente. Antes de que su cuerpo etéreo
desaparezca por completo de la faz de la tierra susurra en el oído de la joven.
-Descansa,
princesa, y sueña con cementerios abandonados.
Después, se aleja de nuevo hasta las
distanciadas profundidades, y todo tras de sí queda en silencio.
El astro rey, restaurado el orden normal del
mundo, contempla a aquella pequeña agitadora y niega con la cabeza. Por amor se
hacen demasiadas locuras.... aún así, no puede evitar que la pálida muchacha
dormida le recuerde a su nocturna y
hermosa dama, a la que está condenado a ver en contadas ocasiones, y siempre en
la distancia. Y como padre protector acaricia con un rayo la entumecida piel de
ella, que sonríe una vez más, tal vez soñando con cementerios abandonados.